Literatura
Crónica de un Madrid desaparecido que empieza en el pabellón Magariños y llega al asesinato de Berta Cáceres

Jacobo Rivero firma una novela policiaca en cuya trama coinciden un asesinato con eco internacional, el terrorismo de extrema derecha durante la Transición, indicios de corrupción política y un Madrid que ya no existe, sustituido por la ciudad neoliberal del último cuarto de siglo. También hay mucho baloncesto, pues la historia arranca en el Magariños, el pabellón donde jugaba Estudiantes, un equipo de patio de colegio que aún resiste.
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Nacho Azofra y Jacobo Rivero, jugador y cronista desde las canchas del instituto Ramiro de Maeztu. David F. Sabadell

Terminadas las preguntas previstas por el periodista, el ex jugador de baloncesto Nacho Azofra (Madrid, 1969) y el escritor Jacobo Rivero (Madrid, 1974) se lanzan a una amena conversación repleta de recuerdos y anécdotas a propósito de un pasado compartido por ambos en las canchas del colegio Ramiro de Maeztu y en el pabellón Antonio Magariños. La grabadora, en todo caso, sigue encendida. En un momento dado, Rivero pregunta a Azofra cómo cree que refleja el libro la época de Estudiantes en los años 80 y este, el jugador que más veces ha vestido la camiseta del club colegial, responde que muy bien. “Refleja todo lo que fue la familia de Estudiantes, cuando aún no había empezado lo de hacernos más profesionales que sucedió más adelante, en los años 90”, opina Azofra. También recuerda que se trata de la época previa a cuando el club dejó de jugar en el Magariños, el Magata, para hacerlo en el Palacio de los Deportes a partir de 1989, compartiéndolo con el otro equipo de la ciudad, y cómo se mantuvo ese espíritu durante los primeros tiempos en la nueva sede. “Se aumentó el número de socios, de 3.000 a 10.000, hubo algún éxito deportivo, el Palacio se llenaba, lo que era una afrenta para nuestro gran vecino de la acera de enfrente que no lo hacía. Era un espectáculo venir a vernos. Y ahora, en segunda división, siguen viniendo unos 7.000 espectadores”, compara.

El libro es Dicen que ha muerto Garibaldi (Lengua de Trapo, 2023), primera incursión en la ficción de Jacobo Rivero, colaborador y viejo conocido de El Salto, y el motivo del encuentro de ambos en la redacción de este medio. Una cita para hablar de lo que cuentan las páginas de la novela: la investigación de dos agentes de policía para esclarecer un crimen que acaba siendo un viaje con paradas en destinos como Estambul en el año 1992, el asesinato de la activista indígena Berta Cáceres en Honduras en 2016 o la violencia por parte de la extrema derecha durante la Transición en España. Pero todo empieza en el pabellón Antonio Magariños, bautizado como el fundador en 1948 del Club Estudiantes de Baloncesto y anexo al Ramiro de Maeztu en la calle Serrano, donde aparece un cadáver que lleva en el bolsillo del abrigo una pegatina de la Demencia, la hinchada de Estudiantes, alusiva a un partido mítico en Turquía. Junto al fiambre, un sobre con 3.000 euros y un recorte de prensa del 29 de junio de 2001 con el titular “Un incendio arrasa el Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid”.

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Nacho Azofra y Jacobo Rivero, en la redacción de El Salto. Sara M. Ledesma

Rivero considera que el Ramiro —“una universidad vital” y un centro del que puedes encontrar a antiguos alumnos hasta en la selva Lacandona o en la presidencia del Gobierno de España— era un buen lugar desde el que empezar a contar “los últimos 40 años de la historia de España o de una parte de la historia de Madrid”. Lo hace mediante un entretenido thriller con guiños a autores como Petros Márkaris, Paco Ignacio Taibo II, Almudena Grandes, Eduardo Mendoza, Yulián Semiónov, Manuel Vázquez Montalbán o David Simon. Nombres que, en sus obras, convirtieron el paisaje de la ciudad, sus atmósferas y la propia ciudad en protagonistas.

“Madrid fue una ciudad de muchas movidas, se ha hecho oficial una, la que tiene que ver con Alaska y algunos grupos de referencia, pero a finales de los años 70 y principios de los 80, en Madrid pasaban muchísimas movidas”, dice Jacobo Rivero

Rivero sitúa una parte de la acción de la novela en el Madrid que despertaba tras la dictadura, según él una ciudad “muy atractiva” que ya no existe y que se ha contado muy poco. “No me reconozco en la versión oficial de la Movida —concede—, pero tampoco en la contraoficial, creo que ambas dejan fuera un hueco bastante importante de historias que pasaron. Madrid fue una ciudad de muchas movidas, se ha hecho oficial una, la que tiene que ver con Alaska y algunos grupos de referencia, pero a finales de los años 70 y principios de los 80, en Madrid pasaban muchísimas movidas: había un ayuntamiento nuevo, atracos a gasolineras, conciertos de todos los géneros musicales... Me acuerdo mucho del titular de una crónica de El País de un concierto de Camarón en el Palacio de los Deportes ante 15.000 personas, que decía ‘Camarón los vuelve locos’. Allí había gitanos, flamencos, punkis, rockers, pasotas… Esa ciudad está sin contar”.

Fotografía
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En la desaparición de ese Madrid de la plaza del 2 de mayo de Malasaña, el Chueca de los yonquis, el Lavapiés oscuro de calles inhóspitas, o la tensión provocada por las reformas políticas que se planteaban y la reacción en las calles, Rivero señala un momento crucial: cuando las llamas devoraron el Palacio de los Deportes en 2001. Un suceso que marca un antes y un después y al que se le pueden dar varias lecturas, en un territorio gobernado a nivel local y autonómico durante ese periodo de transformación por José María Álvarez del Manzano, Alberto Ruiz Gallardón, Esperanza Aguirre y Ana Botella, todos del Partido Popular. La del autor apunta a que allí olía a humo y a corrupción. “Es el primer gran caso no investigado de una lógica perversa que ha arrastrado la ciudad de Madrid desde principios del siglo XXI que tiene que ver con las constructoras y los intereses inmobiliarios. Hasta entonces, las corrupciones a nivel local giraban en torno a las máquinas tragaperras o los casinos, cosas de menos enjundia. Después del incendio del Palacio de Deportes ardió el edificio Windsor, sucedió el famoso Tamayazo, hemos visto cómo se ha normalizado que una obra que se presupuesta por x dinero termina costando diez veces más… Lo del Palacio de los Deportes es muy simbólico de cómo el urbanismo ha fagocitado todos los intereses que tienen que ver con la ciudad”.

La madre de la ciencia

En Dicen que ha muerto Garibaldi hay ficción pero también hay realidad. Rivero, autor de ensayos sobre el baloncesto, la irrupción de Podemos o la música en Nueva Orleans, consultó numerosas fuentes para detallar cuestiones como los atentados de la extrema derecha durante el final de los años 70 y principios de los 80. Explica que la historia fue creciendo tras entrevistar a tres hinchas de la Demencia de distintas épocas: Gavioto, el Rana y Jomeini. “El personaje del libro es nuestro amigo Jomeini —valora Nacho Azofra—, un personaje totalmente insólito. Le conozco muchísimo, estudiamos juntos. Es un personaje de novela. Es el mayor provocador que he conocido jamás. Fue chófer de Berta Cáceres, sí. Un día decidió entregarse a los demás, dejó el trabajo en la imprenta y se fue a vivir por el mundo”. El testimonio de Jomeini cierra la historia de la trama internacional en la que está envuelto el misterio de la novela y permite a los inspectores Padilla y Robles, encargados de la investigación, resolver el caso.

Nacho Azofra resume el libro de Jacobo Rivero con una frase aplicable a otras realidades, como la ciudad de Madrid y el equipo de Estudiantes: “Unos tiempos que han cambiado y una gente particular”

Gavioto, el Rana y Jomeini pasaron por el patio del Ramiro, por sus canchas y por las gradas donde la Demencia animaba a Estudiantes, algunos de cuyos jugadores habían sido alumnos del colegio e instituto, como el propio Azofra. Un ambiente muy masculino ya que hasta 1987 era un centro público solo de chicos, donde el baloncesto estaba presente a todas horas. Jugadores y estudiantes se cruzaban por los patios y compartían espacio. Rivero, alumno entre 1980 y 1992, ilustra esa omnipresencia del deporte de la canasta con una anécdota muy reveladora: “Cuando el referéndum de la OTAN se hizo un pequeño referéndum en mi clase y de 37 de la clase, 30 estábamos por el no. Uno de los del sí dijo ‘¿pero no os dais cuenta de que si entramos en la OTAN las zapatillas de baloncesto van a ser más baratas?’. Y cambió radicalmente el signo del voto, porque ese era el argumento de mayor peso con el que alguien podía arrasar en el Ramiro, el baloncesto lo era todo”.

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Jacobo Rivero presenta su primera novela, ‘Dicen que ha muerto Garibaldi’. Sara M. Ledesma

Azofra entró en el colegio en 1975, con seis años, y jugó más de 600 partidos de liga con el primer equipo de Estudiantes. Situado en la zona más noble de la ciudad, en el Ramiro de Maeztu coincidían estudiantes de diferente condición. El base, que ganó dos Copas del Rey con Estudiantes y disputó la final a cuatro de la Liga Europa en Estambul en 1992 tan importante en Dicen que ha muerto Garibaldi, recuerda que no era fácil lograr plaza en el colegio: “Yo entré porque mi padre había sido antiguo alumno y él a su vez había entrado porque su padre era funcionario en el Ayuntamiento. Mi abuelo fue aparejador en el Ayuntamiento y vivían relativamente cerca, por Manuel Becerra. Había mucho hijo de gerifaltes de la política y la empresa también. Hay una cosa que define al Ramiro, que es que está en la calle Serrano 127, no en Vallecas o Carabanchel. Aun así, la mezcla era bastante amplia porque es verdad que también iban los hijos de trabajadores que vivían por allí. De Prosperidad y Tetuán también iba mucha gente”. Rivero añade que esos chicos de Prosperidad y Tetuán eran de la nueva clase media, “donde había un cierto aire ácrata”, y que los alumnos del barrio de Salamanca procedían de la decadencia del franquismo y formaban parte de “bandas cutres fachas”.

De todo ese caldo surgió la Demencia, formada en 1977 como un grupo de animación heterodoxo e iconoclasta que convertía los partidos en el Magariños en un teatro en el que cabía todo, excepto la violencia. Azofra lo vivió de cerca: “La afición ya estaba, éramos los chavales del colegio que íbamos a ver los partidos del Estudiantes. No había ley en los gritos, sí había unos líderes en cada época que marcaban el rumbo del grupo. La suerte fue que en aquellos años había gente muy ocurrente, muy divertida, con gusto. El ingenio no era solo para los temas deportivos. En los partidos había reivindicación de la política local, nacional, internacional, de la chorrada que había pasado durante la semana. Los padres y la gente mayor que iban a los partidos disfrutaban e iban pensando ‘a ver qué hacen estos hoy’. Aportaba una frescura absoluta a un partido de baloncesto”. Años después, ya como jugador, la Demencia le seguía sorprendiendo con sus cánticos y ocurrencias. “Nos descojonábamos”, resume.

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Nacho Azofra y Jacobo Rivero, durante la entrevista. Sara M. Ledesma

Para Jacobo Rivero, lo brillante de la Demencia reside en que no le pide el carnet de nada a nadie. “A diferencia de las hinchadas de fútbol, no es un rollo militar en el que todo el mundo obedece al líder y se tiene que identificar con los mismos símbolos. Había una diversidad tremenda. Es verdad que el espíritu general era muy ácrata, en el sentido de falta de respeto a la autoridad y de reírse de todo”.

Otro baloncesto es posible

El presente de Estudiantes, que en 2023 celebra su 75 aniversario, está alejado de los éxitos deportivos y las victorias a contracorriente que se lograron en otros tiempos. El primer equipo masculino ha terminado la temporada en el séptimo puesto de la Liga LEB, la segunda división del baloncesto profesional. El presidente del club, Ignacio Triana, aseguró el 7 de junio que “el objetivo para el año que viene no puede ser otro que el de ascender, y ya nos quedan pocas balas para ello”. No estar en la máxima categoría, advirtió Triana, es perder relevancia, el interés de los aficionados y los patrocinadores. “Por ahora siguen ahí y estamos muy agradecidos, pero no queremos tentar a la suerte”, afirmó.

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Jacobo Rivero entiende que el futuro del club pasa por el baloncesto femenino, por mantener la fidelidad a los orígenes y por no renunciar a la idea de escuela, de cantera. Azofra, por su parte, destaca lo que se ha hecho bajo el paraguas de la inclusión. “Hay una frase que me gusta mucho: ‘En Estudiantes caben todos, y tenemos que hacer todo para que quepan todos’. Y se trabajó para ello. Hay dos equipos con limitación intelectual, otro con chicos con síndrome de Down. Juegan los fines de semana, compiten, entrenan durante la semana, no se quitan la camiseta ni para dormir. Ha sido un acierto absoluto, con mucho trabajo. Se trata de seguir ampliando la familia”.

Acaba la entrevista. Ambos siguen hablando de baloncesto, del partido de las tres prórrogas contra el Real Madrid que ganó Estudiantes, del Magariños lleno de gente y de humo de cigarros, de amigos que bautizan a sus retoños con el nombre de jugadores históricos de Estudiantes y de un equipo de patio de colegio sin el que no se entendería el baloncesto en España. Al final, Azofra resume el libro de Rivero con una frase aplicable a otras realidades, como la ciudad de Madrid y el equipo de Estudiantes: “Unos tiempos que han cambiado y una gente particular”. 

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