Colombia
Medellín o cómo desandar el pasado buscando la verdad

La segunda ciudad de Colombia trabaja por un futuro lejos del conflicto armado a sabiendas de que los errores solo se pueden evitar si se mantienen activos en la memoria.
Concentración en Madrid en apoyo al pueblo colombiano - 4
Concentración en Madrid de apoyo al pueblo colombiano. Atenea García
4 oct 2022 05:58

“En España sabemos muy bien de la importancia de la memoria para construir una verdadera democracia” fue la frase exacta. Quizá en la cabeza de alguien resuene con la voz de un humorista y tenga la apariencia de un gag, pero no. Esta afirmación fue pronunciada totalmente en serio. Por Pedro Sánchez, para más señas. El mandatario dijo esto durante la visita a un país que puede presumir de un extenso trabajo de análisis del pasado aun cuando sus violencias siguen, en parte, activas. Un país cuya Comisión de la Verdad ha cerrado este año un exhaustivo informe que recoge décadas de guerra y que ocupa más de 10.000 páginas repartidas en 23 volúmenes. Un país que considera la verdad como un bien público, que prioriza a las víctimas por encima de sus victimarios y cuyos criminales han ido pasando por una justicia habilitada ad hoc, la justicia transicional. Sí: Pedro Sánchez afirmó que en España le damos mucha importancia a eso de la memoria histórica durante una visita oficial a, redoble de tambores, Colombia.

La parada obligatoria para desmenuzar tal temeridad diplomática es Medellín. La que fuera considerada como la ciudad más peligrosa del mundo durante los años 90 también se convirtió en un referente en todo el país al abrir, en 2011, la primera Casa de la Memoria. El espacio es municipal, de titularidad pública y de acceso gratuito, y en sus tres plantas se muestran abiertamente todos los datos disponibles en la actualidad sobre el conflicto armado colombiano. Y si esto no despierta envidias desde la España de la desmemoria colectiva aún hay más: el verdadero valor del edificio es el papel que cumple ofreciendo refugio y acompañamiento a las víctimas. “Este museo es nuestra casa y acá nos reunimos porque el espacio habla de nosotras y de todas las víctimas de la guerra en nuestra ciudad”, explica Luz Amparo Mejía García, integrante del movimiento Madres de la Candelaria Línea Fundadora. El proceso victimizante que lleva a Luz Amparo a participar en la Casa de la Memoria es que uno de sus familiares sufrió lo que se ha conocido como desaparición forzada, práctica criminal que entre 1985 y 2018 se saldó con 121.768 víctimas en toda Colombia de acuerdo con el informe de la Comisión de la Verdad.

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Salgamos por un momento del marco conceptual de la serie Narcos y de las atrocidades perpetradas por el cártel de Medellín. Porque el análisis y la voluntad reparadora hacia todas las víctimas pasa incluso por definir los diferentes peldaños de la violencia vivida en el territorio. Para el portavoz de la Casa de la Memoria, Víctor Arroyave, “primero hay que señalar la violencia política, que es el conflicto originario y más longevo en el tiempo, luego viene el crimen organizado o narcotráfico y, por último, tenemos la delincuencia común”. Todos estos estratos han convivido durante décadas y, tal como señala Arroyave, “una parte importante de nuestra labor pedagógica es que la gente entienda que no es normal que cada día se asesine a alguien en esta ciudad y que no es normal que casi tengamos que salir a celebrar cuando se suceden más de unas cuantas horas sin muertes”.

Un paso importante en la reparación de las víctimas pasa por entender que la violencia política existe antes, durante y después del narcotráfico y que este mismo narcotráfico se alimenta de ella hasta los noventa

Por poner un poco de orden, cabe señalar que la primera violencia, la política, es la que historiadores como Jorge Orlando Melo definen como La Violencia en mayúsculas y cuyos orígenes se ubicarían a partir de 1948 con el asesinato del político liberal Jorge Eliécer Gaitán. Aquel estallido enfrentó a liberales y a conservadores, introdujo la conspiración comunista en el tablero del juego y alcanzó el medio rural en unos enfrentamientos ligados a la propiedad de la tierra y a la disciplina del trabajo, según ha escrito Melo en Colombia: las razones de la guerra (Crítica, 2021).

En Medellín, el reflujo del “ármese quien pueda” de mediados del siglo pasado se haría patente un poco más tarde que en otras zonas y vendría motivado por los desplazamientos forzados de los campesinos. Quienes huyeron del surgimiento de las guerrillas provocaron que la capital de Antioquia duplicase su población de los 770.000 habitantes de 1964 a los 1,4 millones de 1985. Estos nuevos pobladores, gente que salió con lo puesto y sin apenas recursos, se asentarían en autoconstrucciones cada vez más periféricas ubicadas en los cerros que envuelven el trazado urbano primigenio. Y sería allí, en esos cerros superpoblados por familias paupérrimas, donde acabaría floreciendo la economía ligada al cártel de la droga y donde, más adelante, se ensayarían sanguinarias operaciones paramilitares para atemorizar a la población.

Compañeros de cama

Un paso importante en la reparación de las víctimas pasa por entender que la violencia política existe antes, durante y después del narcotráfico y que este mismo narcotráfico se alimenta de ella hasta bien entrados los noventa. La convulsión política y poblacional que iba sacudiendo Medellín desde finales de los 60 se agravó de forma precipitada porque, en palabras de Víctor Arroyave, “de todos los sitios que hay en el mundo Pablo Escobar tuvo que nacer en este”. A partir de 1984 la guerra de los narcos se solapa con la violencia política, aporta su propio reguero de 46.613 víctimas y pone más leña al fuego que se vivía en el país.

Adriana Villamizar, investigadora de la Universidad de Antioquia, lamenta que el modelo que se acabó instaurando en la ciudad “está basado en el castigo: se nos ha enseñado que el crimen y que la violencia merecen respuesta en lugar de justicia”. Es más, Villamizar añade que quienes clamaron contra la barbarie o salieron a defender sus derechos “inmediatamente recibieron un trato militar”.

Durante décadas Colombia suplió la debilidad de sus instituciones con la fuerza desmedida de los grupos armados al margen de la ley

Así que tenemos a las guerrillas surgidas de la violencia política, tenemos a los narcos alimentados por el mercado estadounidense y en todo esto ya solo nos falta añadir a los paramilitares. Desde la Dirección de los Acuerdos de la Verdad, Carlos Mario López explica que “las investigaciones nos han llevado a detectar que a lo largo de las últimas décadas han existido un total de 39 estructuras paramilitares operando en todos los departamentos colombianos salvo Guainia”. A estos grupos se les aplicó la Ley de Justicia y Paz del año 2005 permitiendo que los soldados rasos que simplemente acataron órdenes pudiesen conmutar su pena a cambio de una confesión veraz y honesta que sirva de ayuda a las víctimas.

Aproximadamente, unos 20.000 “desmovilizados” del paramilitarismo han sido llamados para contribuir al proceso de paz. “Si querían formar parte de la reinserción y evitar la justicia transicional que iba a juzgar a los dirigentes de los grupos paramilitares, los desmovilizados debieron comprometerse y acudir a la Dirección de la Verdad para que su testimonio resulte útil en el esclarecimiento de todo el conflicto”, asegura Alberto Santos, experto del Centro Nacional de Memoria Histórica.

Las investigaciones que se llevan a cabo desde numerosos frentes también buscan arrojar luz al funcionamiento de todo el entramado de violencia. Si bien los orígenes del paramilitarismo radican en unas élites locales que financiaron la oposición a la guerrilla, a medida que avanzan los años y que los líderes armados acumulan cierto capital todo se transforma de nuevo. “Sabemos que Macaco —Carlos Mario Jiménez Naranjo, comandante del grupo paramilitar Bloque Central Bolívar— llegó a asumir muchos derechos de explotación minera y que en esta actividad empezó a lavar el dinero procedente tanto del paramilitarismo como del narcotráfico”, según Alberto Santos. En su actividad, los paramilitares compartieron colchón con multinacionales, con terratenientes, con narcos y, cómo no, también con el Estado.

Durante décadas Colombia suplió la debilidad de sus instituciones con la fuerza desmedida de los grupos armados al margen de la ley. ¿Recuerdan los cerros mencionados anteriormente? Pues en los años 80, en los 90 y en los primeros 2000 allí solo había lo que se conoce como pelaos, jóvenes que no tenían acceso a estudiar ni a trabajar y que fácilmente acababan en las garras del narcotráfico. Frente a esta realidad, alguien creyó oportuno que una manera de aleccionarlos a ellos y a sus familias era descolgando el teléfono de cualquier grupo paramilitar que pudiese dar un buen golpe de efecto. La implicación del Estado en este deriva de ensañamiento contra la población más vulnerable se saldó con cientos de víctimas, de detenidos e incluso de desaparecidos en diferentes operaciones llevadas a cabo en la periferia. La masacre de Altavista, que tuvo lugar el 29 de junio de 1997, se considera como el ensayo clínico del proyecto paramilitar en Medellín y sirvió de entrenamiento de cara a sanguinarias operaciones como Orión y Mariscal.

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La ciudad de los elefantes

Dos décadas después de las masacres, los barrios periféricos han conseguido sobreponerse a la violencia institucional y a la guerra entre los cárteles de la droga. Ahora la gente de los cerros ya no tiene que encerrarse en casa cuando anochece y ahora cada vez hay más jóvenes con acceso a la educación y a un trabajo. Además, la labor de la Casa de la Memoria también se ha deslocalizado en beneficio de esa parte de la población gracias a unas figuras profesionales conocidas como gestoras territoriales de la memoria, que se encargan de llevar el lenguaje museográfico a todos los barrios.

En palabras de la gestora Cecilia Arcila Rojas, cuya labor se desempeña en la Comuna 13, “lo que hacemos es realizar actividades con los niños para que todos se empoderen a través de la historia y conseguir así que no se repita”. Textos, recuerdos, murales… Cada elemento impregna la realidad de una ciudad agotada pero vibrante a la vez. La realidad de una ciudad que quiere explicar su historia y que tiene claro que solo existe una manera de alcanzar la justicia, de aproximarse a la reparación y de lograr la no repetición. Y esa única manera es la de dotarse entre todos de una memoria tan grande como la de los elefantes.

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